Donald McNeil Jr.
En abril de 2009 la web Smell of Books presentaba los primeros sprays de aromas para libros electrónicos. Su idea era potenciar las capacidades sensoriales de estos dispositivos y animar a los nostálgicos del olor a papel y tinta a abrazar las nuevas tecnologías.
El anuncio suscitó enseguida las protestas de The Authors Guild, una gestora de derechos intelectuales que exigió la retirada del producto al ver en él una amenaza para los futuros derechos de aroma de aquellos autores que quisieran integrar el olor como parte creativa de su obra, algo que sin duda la tecnología iba a permitir en breve.
Todo fue una broma de los divertidos DuroSport Electronics, pero tuvo una gran repercusión en internet porque aludía a un debate abierto entre los defensores del libro tradicional y los del libro electrónico, discusión en la que, antes o después, siempre se acababa hablando del olor.
Cuando el hombre se puso de pie, el olfato inició su decadencia hasta convertirse en el sentido segundón que es en la actualidad. Denostado por filósofos, ignorado por artistas, su carácter directo, terrenal, poco fino, hasta grosero, más bien relacionado con lo evitable que con lo placentero -sí, ya sabemos que Napoleón escribió a Josefina aquello de llegaré a Paris mañana por la noche, no te laves, pero eso es otra historia-, excesivamente subjetivo, ha hecho incluso que no exista vocabulario específico para definir con precisión los olores ni el acto de oler. Es quizás ese estatus de gran desconocido el que está fomentando una tendencia a restituir al olfato su prestigio perdido. En nuestros días disciplinas como la aromaterapia o el marketing olfativo le están devolviendo un cierto marchamo de sentido influyente. En esa línea, los más refinados defensores del libro de papel lo esgrimen, cual magdalena de Proust, como la llave de todas las evocaciones.
A mí, que soy un esnifador confeso de libros, lo del olor me parece sólo la punta del iceberg de un fetichismo mucho más complejo. Admitámoslo, todo bibliófilo es un bibliómano. Más que lectores, acabamos siendo coleccionistas. Compramos muchos libros por el mero hecho de atesorarlos, conscientes de que quizás no los leeremos nunca, pero sabiendo que son parte estructural de la extraña arquitectura de nuestra felicidad.
Poseer el libro, recordar que lo tenemos, disfrutar buscándolo en el paisaje cambiante de nuestra biblioteca, hallarlo al fin. Luego palparlo brevemente, olfatearlo, una ojeada cómplice, quizás leer unos párrafos, y enseguida devolverlo al estricto orden lineal o a la estudiada dejadez de los montones. Ése es uno de los rituales del poseído.
El aroma de un libro nuevo lo aportan el papel, la tinta y la proporción en que ambos se combinan. En esta genética del olor, el papel proporciona la información dominante, pero la tinta, con su disposición, obra el milagro de la personalidad. Tipografías, espacios, interlineados y sangrías son los que, al precisar la exacta relación entre las áreas, otorgan los matices últimos de cada fragancia. No es fácil el equilibrio. Así, un abismo se abre entre la tristeza lacónica de un libro de poesía, generoso de poro y breve de tinta, y la exaltación química del cuché anegado de imágenes y texto.
Yo, como los perros, utilizo el olfato para mi primer contacto íntimo con los libros. Procuro que sea en privado. Los abro hacia la mitad, como una breva en sazón, las yemas de los dedos bajo las cubiertas. Penetro entonces con la nariz hasta el fondo del ángulo y aspiro despacio mientras el papel acaricia mis mejillas. Luego, ya en la agradable rutina de la convivencia diaria, disfruto plácidamente de su aroma de crucero, el que me conceden mientras los leo, discreto y sutil, a veces imperceptible, listo para combinarse con los vericuetos de la mente y lo que me rodea. Como soy propenso a hacer marcas y anotaciones en sus páginas, me gusta usar para ello buenos lápices de grafito y madera de cedro, blandos -2B en adelante- y bien lacados. Son perfectos para oler y chupetear durante la lectura. Su aroma combina prodigiosamente con el del papel fresco. Además, sirven como marcapáginas.
Los libros, como los árboles, cuando se agrupan desarrollan capacidades que no poseen por separado. Ocurre en bibliotecas y librerías. Desde un punto de vista olfativo, prefiero las segundas. Una buena librería de nuevo, a primera hora de la mañana, recién abierta, sin apenas público, es un festín aromático para el adicto. Disfruto entonces recorriéndolas a la deriva. A veces ocurre que, en un determinado punto, una conjunción fortuita de editoriales, formatos y colocación, genera una fragancia única e irrepetible que no tardo en añorar.
Entre las editoriales establecidas, me gusta especialmente el aroma de Anagrama -recuerdo con emoción la primera vez que olí 2666- y el de Tusquets. Casi todos sus títulos han sido impresos por Liberdúplex y Limpergraf. También me parecen irreprochables los olores de Acantilado y Libros del Asteroide. Debería ser más frecuente que los libros nos desvelaran en sus créditos la referencia exacta del papel con el que están construidos, como hace el MACBA en sus exquisitas publicaciones con papel Fredigoni.
En el extremo opuesto, el desagradable aroma de algunos libros de arte impresos en China. Es el caso de la edición española de 2008 de El espejo del mundo, de Julian Bell, un texto sumamente interesante cuya lectura queda lastrada por un incómodo olor a alquitrán y gasoil, probablemente debido a los aditivos del papel cuché.
Los libros usados pertenecen a otro mundo. Junto a su fragancia original, acaban almacenando entre sus poros los olores que les rodean. De los espacios, de los lectores y sus actos, de sus viajes, de sus conquistas y miserias, de los otros libros. No todos envejecen igual ni su aroma evoluciona de la misma manera. Así como un libro nuevo huele objetivamente a libro nuevo, el aroma de un libro usado, mucho más complejo, sólo es posible descifrarlo con los mecanismos de la memoria y la imaginación. El olfato es un sentido propenso a las evocaciones. Por eso el bibliómano de viejo, cada vez que acoge en su hogar un libro repudiado, juega a evocar su historia y descubrir, a través del olor y el deterioro, las huellas de anteriores vidas.
En 1998 un magnífico editor del sector educativo me propuso un trabajo envidiable: repensar desde cero el libro como objeto para el aprendizaje. Sin normas ni condicionantes, tabula rasa. Después de meses de experimentación y propuestas -les ahorro los detalles- llegamos a algunas folies curiosas, pero sobre todo a un par de conclusiones. La primera, que el libro era un mecanismo de una perfección insuperable y por eso su arquitectura ha permanecido inalterada desde la invención del códice, hace veinte siglos. Otra, que la única vía por la que sería posible algún replanteamiento más profundo vendría de mano de la informática y las nuevas tecnologías.
Un reproductor de textos digitales no es un libro. Por mucho que nos empeñemos y que el diccionario lo permita, llamarles libros electrónicos es una comodidad perezosa y simplona a la que la tecnología suele recurrir cuando se trata de bautizar hallazgos. En todo caso, si se buscaba una analogía fácil, hubiera sido más adecuado, en mi opinión, bibliotecas electrónicas portátiles.
Conceptualmente, estos dispositivos no suponen ninguna novedad. Son netbooks castrados y optimizados para leer textos. Son la enésima variante del reproductor digital. Además, ya llevamos muchos años pudiendo leer archivos pdf en nuestros dispositivos móviles. Así que su notoriedad reciente responde, más que a su pretendido carácter innovador, a la creciente disponibilidad de títulos y su posible repercusión en el futuro del libro de papel.
Lo digital, por sí sólo, no huele a nada. Los ceros y unos son inodoros, y la exigua materia que los incorpora necesita estar muy sobrecalentada para emitir algo parecido a un aroma. En la mayoría de los casos no suele ser tal, sino más bien una extraña complicidad sinestésica con la vista, sobrepasada por la erótica del gadget.
Si la bibliomanía tiene que ver con el coleccionismo, la adicción a los gadgets responde a la obsesión por lo portátil, la conectividad y el acceso. Desde un punto de vista estrictamente pragmático, la posibilidad de acceder a textos de una forma ubicua, ilimitada y permanente, anularía la necesidad de poseerlos. Sin embargo, en cuestiones de disfrute, lo complementario funciona mejor que lo excluyente, y por eso son multitud quienes comparten ambas adicciones con igual deleite. La polémica entre libros de papel y libros electrónicos no tiene ningún sentido para el usuario. Hoy gozamos de un concepto casi ilimitado de lo posible. No se trata de excluir sino de sumar. Entiendo que el tema preocupe a los libreros pero, para el lector, es un debate tan estéril como la disyuntiva entre el brandy y la aspirina.
Emilio López-Galiacho
publicado en Fronterad
...al abrir esta mañana la libreria, he sentido tambien el olor de la mañana del Levante, de las flores de almendro y de los carrizales mojados.
ResponderEliminarPara gourmets: últimamente los libros de Anagrama huelen más a gasoil...
Ah! No nos dan miedo los e-Books, ahora algunos ya vienen con sonido de pasar hoja...
Les llamaré en adelante Bibliotecas Digitales como dice Emilio en su post.
Yo, modesto en mi labor de lector, o de no-lector, utilizo la cita en la línea de Vila-Matas: para perseguir "siempre mi originalidad en la asimilación de otras máscaras, de otras voces". Cito aquí un extracto sobre el "sopesamiento" de una novela nueva que viene a colación del post:
ResponderEliminar"Este sopesamiento se hace de la siguiente manera:
1. Se coge el libro. Al estar de cara, se ve la cubierta. Se lee el nombre del autor y el título de la novela.
2. Se voltea para mirar el precio.
3. Se hojea hasta la última página para saber cuántas páginas tiene.
4. Se abre por la primera para ver en los créditos el año de publicación.
5. Se lee la solapa para ver el año que nació el autor: se calcula a qué edad escribió el libro.
6. Se lee la primera frase del libro.
7. Se hojea un poco, leyendo en diagonal.
8. Se cierra y voltea para ver la sinopsis o comentarios del editor en la contracubierta.
9. Se queda uno mirando de nuevo la cubierta, dubitativo.
Eso es. Los libros se compran por muchas razones: el lector avanzado sólo por una: la tipografía. La lectura en diagonal arroja a la retina un misterioso dibujo de letras inconexas y espacios en blanco, y es en ese dibujo donde se presume, presupone, que la novela puede ser buena; como las caras: las caras no se leen, pero se entienden."
Juan MH.